Un peaje de afecto

El almacén de una mujer le daba vida a Barriga Negra, un paraje de Lavalleja que hoy sufre despoblación. Durante 35 años brindó todo lo que estuvo a su alcance y escuchó a quien pasara por ahí. Ahora las cosas han cambiado: la acompañan uno de sus hijos y el teléfono de línea

Un peaje de afecto

—Yo me llevo con todo el mundo… Pero lo que ya no va quedando es gente, se muere.

Un camino de tierra serpentea entre las elevaciones del suelo semiondulado de Lavalleja. A primera vista, se pueden apreciar forestaciones de eucaliptos y alguna que otra piedra caliza. En este paraje, a unos 60 kilómetros al norte de Minas, quedan algunos habitantes que resisten en la vida rural y tienen sus casas en una zona que bien podría denominarse como mitad de la nada. Si uno avanza por el trecho conocido popularmente como camino a Barriga Negra, se topa con una casa blanca con techo de chapa roja gastada por el sol. Ubicada en la encrucijada de dos caminos, tiene un patio frontal que un tejido de alambre separa de la calle. Allí, destacan un par de plantas prolijas en un piso de arenilla sin pasto. Al atravesar el portón de hierro y las dos anacahuitas que simulan un pasillo, solo resta un gesto para tocar la puerta de Violeta Arbelo. Casi nadie la conoce por ese nombre. Le dicen Pocha.

Casa de Pocha Arbelo, Barriga Negra. Foto: Sofía Berardi.
Casa de Pocha Arbelo, Barriga Negra. Foto: Sofía Berardi

Para los vecinos de este paraje y los pocos autos que recorren Barriga Negra —camino que atraviesa la 6ª Sección y cuyo nombre oficial es Manuel “Manucho” Aguerrebere— esta doña, conocida por cualquier paisano, camionero o corredor de la zona, es la celebridad de la localidad. En este territorio la población apenas alcanza las 200 personas si se toma en cuenta la densidad fija. Un centenar más es parte del grupo flotante que visita el paraje por trabajo y luego se va.

Durante mucho tiempo Pocha (82) abrió las puertas de su almacén a todo el que diera un par de aplausos y gritara su nombre. Al principio los andantes pasaban a pedir comida, agua caliente para el mate o una noche de estadía. Algunos, dos. También hubo quien llegó a quedarse un mes y medio. El pasaje se volvió diario y Pocha decidió tomarlo como un negocio. ¿El resultado? Durante más de 35 años sirvió a barrigas pasajeras y soportó borrachos desconocidos, a quienes acompañaba caminando a su casa a altas horas de la madrugada. Más de treinta años prestando oídos, cual confidente, a quienes tuvieran algo para decir.

La bola sobre la hospitalidad de la Pocha se corrió y el quorum fue tan grande que decidió destinar el cuarto principal al servicio y comercio. Almacén de ramos generales por el día y boliche por la noche. Ocupaba el espacio donde hoy, al ingresar a la casa, se halla la primera habitación con piso de pórtland. Una vez allí hay dos opciones: a la derecha un galpón y a la izquierda un pasillo que bifurca hacia el resto de la casa. La primera puerta lleva a un cuarto con camas y la segunda conduce a la cocina, después de pasar muchos utensilios y boles colgados en la pared se aprecia el cuarto de Pocha y el living, que es la única sala con piso de baldosas.

Aquel almacén es historia. La Pocha sigue ofreciendo un whisky, algo dulce o agua caliente a quien pase por Barriga Negra y lo solicite, pero su rol de anfitriona menguó a la par de la población de la zona y a medida que envejecía. Con una operación de rodilla pendiente, el cuerpo ya no le da para el movimiento que requiere la cocina y el servicio de almacenera. Ahora pasa horas sentada en su mecedora, con alguna de sus 10 libretitas de contactos abierta y el tubo del teléfono de línea cerca, listo para marcar el próximo número. No está muy segura del monto exacto, pero dice que abona unos 3.000 pesos de telefonía fija al mes.

Cartel del camino que conecta Minas con Barriga Negra. Foto: Sofía Berardi
Cartel del camino que conecta Minas con Barriga Negra. Foto: Sofía Berardi

“Barriga Negra, del vasco baserria non bizi garden”, dice el monumento que sitúa el lugar y que se traduce como “caserío donde vivimos”. “Cuna de científicos, humanistas, historiadores e investigadores que enaltecieron nuestro Lavalleja y todo el Uruguay”, remata la placa. Este paraje fue cuna de personalidades relevantes para el país como Julia Arévalo (1898-1985), la primera diputada del Partido Comunista; Arturo Ardao (1912-2003), ensayista, filósofo, historiador, abogado y periodista; Héctor Arado (1907-1979), maestro de cirugía y creador de la cirugía plástica reconstructiva; y el poeta Juvenal Ortiz Saralegui (1907-1959), que integró las vanguardias estilísticas de 1920 y trabajó en prensa.

Entre fines de 1700 y principios de 1800, un grupo de vascos se asentó en la localidad que limita con lo que hoy es Mariscala, Marmarajá, Casupá, Minas, Polanco y Pirarajá. Hoy quedan sus rastros en los frontones que aún son parte del paisaje. Se han transformado en recuerdos, tal y como sucedió con la agencia de correo que tenía como sede la casa de la Pocha o el teléfono de manija que conectaba la central de Polanco con el destinatario. El paraje también supo ser anfitrión de bailes y juntadas a beneficio, pero los árboles y cerros del paraje ya no oyen música, ni los tropiezos de los que tomaban una copa de más en el almacén de Pocha.

Pocha y su hijo, Darwin De los Santos. Foto: Sofía Berardi
Pocha y su hijo, Darwin De los Santos. Foto: Sofía Berardi

La estructura original de la casa casi no se deja ver. Se convirtió en un museo de regalos propiciados por el tránsito constante y que ahora apenas aprecian dos personas: Pocha y Darwin, uno de sus hijos. Él casi nunca está. Tiene cáncer y cuando no se ausenta para trabajar en el campo viaja a Montevideo para controles obligatorios. Su padre, el marido de Pocha, falleció hace 29 años, a los 57, a causa de un carcinoma en el estómago y ahora ella pasa gran parte de sus días mano a mano con la soledad. “Uno se aburre. ¿Qué puedo hacer?”, comenta seguido. El polvo en los controles de la televisión confirma su confesión de que no suele acompañarse de novelas ni informativos. Sin embargo, los tres ceniceros vacíos en la mesa que enfrenta su mecedora dicen que esta doña, que asegura que no fuma, tampoco su hijo, no termina de cerrar sus puertas.

Violeta Arbelo nació el 26 de febrero de 1941 en Cerro Pelado, se casó a los 20 y tres años después se fue a vivir al campo de su marido, Rusfel de los Santos, en la entrada de Barriga Negra. Su buena voluntad generó que se ganara el cariño del pueblo y, desde entonces, repisas y muebles nunca estuvieron vacíos. Con el paso del tiempo los visitantes le obsequiaron relojes árabes, más de siete estampitas de la Madre Esmeralda y discos de vinilo (entre ellos uno de Los Galos), que se sumaron a los restos del boliche: damajuanas y botellas de whisky vacías, tijeras y hasta tenedores decorativos en floreros. Eso y tanto más reposa en los distintos estantes de la casa de Pocha.

Fotos de Pocha con su familia. Foto: Sofía Berardi
Fotos de Pocha con su familia. Foto: Sofía Berardi

Se rodea de distancia basada en recuerdos. Tiene más fotos de gente de la vuelta o personas que hicieron algo por alguien de su familia que de sus hijos y nietos: la “viejita” de una estación (que era “muy buena”), la cocinera de la escuela y algunas maestras. Hay retratos de gente que ya no está y que quiso mucho, pero también santos, cantantes —como el cuadro gigante de Luis Miguel que capta las miradas de los visitantes en el exalmacén— y actores. Leonardo Di Caprio está en uno de los cuartos, pero Pocha no tiene idea de quién es. Julia Roberts habita una de las paredes de la cocina. Tampoco la conoce. Los cuadros se los regaló Nicolás, un vecino, que los tenía en su casa. Las paredes atiborradas también exponen calendarios. Seis exactamente. Entre los de 2022 hay uno de 2019 que encaja con el tono que le da al espacio un reloj que dejó de funcionar y marca las 12:35.

La rutina de Pocha incluye telefonearse con radios para pedir alguna canción y con comisarías para estar al día con quienes considera sus policías. A la hora del almuerzo pone cara de preocupación y comenta que hoy no la llamaron de la Seccional Sexta, por lo que interrumpe la sobremesa y llama a la comisaría para preguntar si anda todo bien. El “sí” del oficial le saca una sonrisa. En su libretita de contactos también hay pilotos de autos. Ellos son los que le llevan las estampitas. Cuando hay rally en Lavalleja la competencia suele darse una vuelta por la casa de Pocha y el polvo de los autos evoca aquellos días ruidosos que hoy evocan cierta melancolía. Malas experiencias repetidas con personas que desentonaron con la amabilidad de esta señora la llevaron a cerrar sus puertas a desconocidos, y aunque fue de manera paulatina, hace aproximadamente 12 años que el almacén ya no funciona como tal. Hoy guarda los nombres de todos los deudores en un cuaderno, aunque no pedirá que le paguen.

Al paraje no lo atraviesa ninguna ruta nacional, para encontrar la casa basta con consultar a algún jinete que pasa por los caminos aledaños cuál es el destino del trecho. “A lo de la Pocha”, responderán. Su hogar es el peaje a Barriga Negra. Supo ser una especie de ágora en la que incluso el único ómnibus que recorría el camino se presentaba. Bajo la conducción de Manuel “Manucho” Aguerrebere, el coche partía a las siete de la mañana desde Minas rumbo a Los Tapes y era un ritual detenerse entre 30 y 45 minutos en el almacén de Pocha. Durante 35 años los pasajeros se abastecieron en aquella casa donde había de todo menos un “no”. “Todo el mundo se bajaba del ómnibus, se tomaba un whiskicito o una cañita… Se formaba una camaradería”, recuerda Alicia Arrillaga, una vecina que vivió casi toda su vida en Barriga Negra, y agrega: “La Pocha es una persona muy conocida en la zona. Su casa era un punto de reunión muy importante”.

En ese camino, enemigo de los amortiguadores de aquel viejo ómnibus, el viaje podía llevar tres horas, pero con las concentraciones en lo de Pocha y algún otro local, se convertían en cinco horas y media. En honor a este icónico chofer fue que el paso dejó de llamarse Camino a Barriga Negra y comenzó a llevar su nombre. Sin embargo, para conocidos y aledaños al día de hoy se mantiene el primero.

Decreto de la Junta Departamental de Lavalleja por el cambio de nombre. Foto: Sofía Berardi
Decreto de la Junta Departamental de Lavalleja por el cambio de nombre. Foto: Sofía Berardi

La 83° es la escuela más cercana a lo de Pocha, institución que, cuando su hijo Darwin asistía, tenía 45 alumnos. Ahora van a clase solo tres niños. Unos 10 kilómetros al norte hay otra escuela, la 47°, cerrada desde hace algunos años. Cerca, una iglesia abandonada de la que da cuenta el naturalista inglés Charles Darwin en su clásico El origen de las especies, y, al llegar al monolito que explica el nombre del lugar, se encuentra la Escuela Rural 57°, a la que asisten otros siete niños.

Ubicada diez metros más adelante está la Seccional Sexta. “No sucede mucho en Barriga Negra”, comenta uno de los policías. Cuenta que no hay mucho por hacer cuando solo se presenta el desafío de dos o tres hurtos por año. Quedan las recorridas por el lugar y tantear el día a día de los vecinos. Esta realidad dista bastante de cuando meter la mano en el bolsillo para batirse a duelo era la manera de resolver hasta el más mínimo conflicto. Un par de kilómetros más allá está la Agremiación Ruralista Francisco Cal y el puente que intenta poner fin al paraje.

“Pregunten quién soy a los de la Tercera y a los de la Sexta”, comenta Pocha muy segura sobre su condición de referente, y agrega: “Todos me quieren. Es que yo preciso de todos y todos necesitan de mí”.

Retrato de Pocha con el fondo recargado del ex-almacén. Foto: Sofía Berardi
Retrato de Pocha con el fondo recargado del ex-almacén. Foto: Sofía Berardi

—¿Cómo anda? ¿Qué estás haciendo? Con la Pocha. Ando como vieja. Hoy me he levantado con un decaimiento, un dolor en la muñeca quebrada y en la pierna. Che, ¿y los otros policías?… ¿Y te dejaron solo? Ay, mijo. ¿Qué hacés solito en la comisaría? ¿No has sabido de Rodríguez? ¿Cómo estará? Pobrecito… ¿Y Jorge? Pero no sos tan viejo, ¿cuánto tenés?… Ah, pero no sos tan viejo, con 47 años sos un muchacho. Decile a ver si recorren acá de noche. El otro día pasaste, pero no llegaste. A veces los perros están malazos y yo digo ‘voy a llamar a la Sexta’, pero no me da para embromarlos a ustedes… Un beso a todos los otros policías, que pasen bien.

“La Pocha es una referente de la zona. Ella llama para saber cómo estamos, saber si está todo bien o si precisamos algo”, narra Néstor Píriz, uno de los asiduos interlocutores telefónicos de Pocha. La conoció por las giras de pago del BPS que se hacían cuando comenzó a trabajar como policía. “Ahí se juntaban los vecinos más cercanos porque la casa de la Pocha les daba la facilidad. La jurisdicción de ella es Tercera, está en el límite, pero llama un poco a lo de las Sexta, a los de la Tercera y la Quinta. Para ella todos son sus policías”, explica Píriz, y sostiene que cuando quieren saber algo sobre un vecino de la zona o consultar por algún lugar, Pocha es una de las vecinas que más consultan. “Es de las que más tiempo tiene acá”.

Los “milicos”, así les llama a veces, son como de la familia. Unos pocos de esa gran familia que se congregaba en lo de Pocha. Así fue hasta que un día nadie bajó del bus que recorría el Camino a Barriga Negra, porque la línea no funcionó más. Bolívar Cal, antiguo vecino de Pocha, está seguro de que la gente se fue porque la forestación, “con la excusa de que iba a dar mano de obra, corrió a la oveja y luego a la vaca”. No hubo alimento suficiente y mermó la crianza del ganado, así que la gente se fue a buscar la vida a Minas, Polanco o alguna localidad cercana. Él fue uno de ellos y ahora vive en la ciudad junto a su esposa Isabel.

La población rural de Barriga Negra ha disminuido en forma continua y así lo constata un estudio de 2019 sobre despoblación del magíster y licenciado Luis Pacheco Fernández, del Departamento de Historia del Instituto de Formación en Educación de Minas. Según el reporte, en 1963 fueron censados 1.244 habitantes en el paraje y en 2004 figuraban 490. Hoy no llegan a los 200.

Darwin y Pocha en la puerta de su casa. Foto: Sofía Berardi
Darwin y Pocha en la puerta de su casa. Foto: Sofía Berardi

Con el paso del tiempo, Pocha dice que ya no se le puede abrir la puerta a cualquiera. Hoy los camioneros que transportan los palos extraídos de las forestaciones siguen pasando, se toman fotos con ella, piden agua caliente para el mate y se detienen a conversar. A veces, ella juega un rato a ser la de antes. Les ofrece algo de comer al tiempo que los pone al día con los problemas, chismes y enfermedades de los vecinos.

Sus otros hijos, Wilson y Nurimar, no vienen mucho a visitarla; sus nietos, a veces. Cuando hay carreras aquel almacén-boliche entreabre los ojos de un profundo sueño. La luz ya no está hasta altas horas de la noche y Pocha se levanta tarde porque “total, no hay nada para hacer”. Nadie a quien servir, nadie con quien hablar. Cuando alguien la visita revoca ese vacío, al menos por un rato. Queda cubierto por un par de días, pero cual efecto rebote, luego se hace un poco más grande.


Redacción: Sofía Berardi Dirección y producción: Agustina Centurión, Joaquín Pérez del Castillo y Sofía Berardi Fotografía: Agustina Centurión, Sofía Berardi y Juan Ignacio Da Silva Montaje: Agustina Centurión y Joaquín Pérez del Castillo Agradecimientos: Familia Arbelo